"El único ser más tonto que el que presta un libro es el que lo devuelve", dicen por ahí, y la frase me resuena. ¿Qué será que tienen los libros que los convierte en ítems que uno no suele devolver? ¿Será que, como se demora en leerlos, en el ínterin casi que te olvidás quién te los prestó? ¿O será que pensamos que no tienen valor como otros objetos que sí somos más prolijos en reclamar? ¿Habrá algún acuerdo tácito entre lectores, de que los libros en verdad no son de nadie sino que tienen que circular? No lo sé. Solo sé que me cuesta horrores prestar mis libros. Un amigo una vez me regaló los Ex Libris de la foto (las gafas a lo Vicky Ocampo no son casualidad; anotalo como idea de regalo para ese amigo bibliófilo), y pensé que me iban a servir como sello para que, quienes accedieran a mis ejemplares, tuvieran el recordatorio de devolverlos. Pero ni con eso funcionó. Hoy, al único a quien le presto libros sin chistar ni parpadear es a Eduardo, un amigo querido; no solo porque los devuelve en tiempo y forma, sino porque él también me presta los propios (la vida es un ida y vuelta, che) y, sobre todo, porque siempre me recomienda librazos que ya mecionaré por aquí. El otro día, a raíz de que en el post de Rebecca terminé mencionando que me costaba prestar mis libros, muchos me comentaron que registran en las notas del teléfono o, los más románticos, en libreta de papel, el nombre y apellido de todo aquel a quien le prestan un ejemplar. Forman, así, una suerte de biblioteca autogestionada. Me gusta la idea y me encantaría llevarla a cabo yo también. Si me decido a soltarlos, ¿me prometen que van a ser prolijos y cuidar mis libros tanto como yo?
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