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El arte de la soledad


"Irte a vivir sola es lo más", me decía la gente. "Cuando lo hagas, vas a sentir que realmente te conocés a vos misma. Y no hay nada mejor que tener toda la casa para vos". Bueno, resulta que yo no lo sentí tan así. Me había ido a vivir con mi hermana a un departamento divino, ubicado en un barrio donde siempre había querido vivir; pero cada vez que mi hermana salía de casa, en vez de aprovechar la supuesta dicha de "tener toda la casa para mí", me armaba alguna comida con amigas o rajaba a pasar el día a lo de mamá y papá. Crecí en una familia de siete hermanos, con padres que siempre nos incentivaron a invitar amigos. El ruido y el ir y venir de la gente para mí eran moneda corriente; salir a la pileta en verano y que hubiera con quien compartir ese plomazo llamado tomar sol. Bajar a tomar el té y toparte siempre con alguien para conversar. Que en los almuerzos nos pisáramos para ver quién terminaba de hacer su cuento y que otro tanto pasara a la noche. Mis hermanos varones siempre me tomaron el pelo, pero lejos de ofenderme, me tomaba sus cargadas con humor. Había risas y a veces llantos frustrados, pidiendo a mis viejos que "los retaran". Pero eran llantos sanos, de una adolescente que padece a sus hermanos, que solo la ayudan a crecer. Para mí, todos esos ruidos eran los ruidos de una familia feliz.

Pero de pronto, en ese departamento reciclado y divino, había un silencio fuertísimo. De esos que aturden. Y así yo, que siempre me había jactado de ser independiente, de disfrutar de experiencias como viajar sola y de hallar compañía en los libros, tuve que admitirlo: me estaba costando la soledad.

Porque una cosa es la solitud, ese arte de disfrutar el tiempo a solas con plenitud, de vivirlo como un tiempo fértil y propicio para el silencio interior; y otra cosa es la soledad, en el sentido de sentir una carencia o pesar. Como diría Virginia Gawel, este segundo tipo de soledad "es la de quien tiene que salir al mundo porque se ha vuelto adulto, pero no sabe qué hacer con su condición".

Está claro que podés sentirte sola en una casa llena de gente y que podés sentirte plena viviendo vos, tu alma y nadie más. Lo sé... Supongo que lo que intento decir es que no todos somos iguales, y esa experiencia que a algunos les parece enriquecedora, a otros puede costarles un poco más. Admito que irme a vivir sola a mí me costó. Me hubiera quedado en lo de mis padres hasta el día de mi casamiento, feliz. No sé si es porque estaba peleándome con la idea de "madurar", o qué. Quizás solo necesitaba unos años más de esa casa llena de gente, para después salir al mundo fuerte y preparada para bancarme todos sus silencios y sus ruidos.

Foto de Alejandro Richter


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