Para ponerle onda al martes (el día más insípido de la semana, de acuerdo a Seinfeld y a quien les escribe), les dejo esta nota que escribí, en su entonces, bajo el seudónimo de Joey O, para la revista Fashion Way Mag.
Algo me dice que alguna soltera de por allí podrá sentirse identificada:
Adam Sandler se enamora de Drew Barrymore en 50 First Dates y trata de
conquistarla con un sinfín de truquitos distintos. Ya todas vimos la película en la que le
escribe canciones, le filma un video, hasta llega a pegarle a un amigo con un bate con
tal de hacer que Drew (o mejor dicho, Lucy) detenga su auto, todo al coro de “ohhhs” y
“ahhhs” conmovidos de las mujeres presentes en la sala. Nadie lo tilda de loco, stalker,
histérico o desequilibrado. Pero algo me hace intuir que, si la historia fuera al revés, la
pobre Lucy no contaría con la misma suerte.
Hoy les quiero compartir alguna que otra locura de la que mis amigas y yo fuimos protagonistas. Aunque no todas tan extremas como las de Adam, claro.
¿Quién nose tomó un remis que consumió casi la mitad de su sueldo, con tal de ir a ver al candidato de turno y pretender que andaba por el barrio? Mi récord fue ir de Zona Norte a Recoleta, pero tengo una amiga que pagó, ella solita, un remis hasta San Antonio de Areco, convencida de que iba a encontrarse con su chico en una fiesta… Efectivamente, cuando llegó allí estaba él, pero después de cinco minutos le anunció que se volvía para Palermo. Ouch.
De chica tuve una racha Susanita (duró poco), y no conforme con pensar
posibles nombres para los hijos que iba a tener con un flaco que ni siquiera sabía de mi
existencia, llegaba al extremo de tomar un jugo de naranja todas las mañanas, para así
tener una buena dosis de ácido fólico y poder ser una madre mejor.
Vamos, locuras inocentes hicimos todas, como mi amiga del colegio que compra
Halls –que detesta– todas las mañanas, solo porque a su compañero de laburo le
encantan; o mi hermana, pobrecita, que entusiasmada por conocer a su amigo del chat
contrató a una maquilladora la noche que finalmente iba a conocerlo. Pero no solo
llovió y se le corrió el maquillaje, sino que el susodicho jamás apareció.
¿Quién no se compró la discografía completa de una banda, solo porque a su candidato le gustaba? Al menos yo le debo Jack Johnson, Norah Jones y Foster The People a tres amores frustrados diferentes.
A veces la cosa se pone peor. Una compañera de la facultad, amorosa, le
metió el dedo en el ojo a un amigo solo porque su "crush" vivía al lado del oculista. Una
de mis mejores amigas se quedó toda una mañana en el departamento de su candidato, y mientras esperaba, tocaron el timbre: era el señor de Frávega, que llegaba con la nueva heladera de su chico. Mi amiga lo ayudó a subirla (cuatro pisos sin ascensor, gracias), solo para que su chongo llegara y le ofreciera propina como
agradecimiento. En monedas.
Si seguimos repasando anécdotas hilarantes, te cuento que una de mis mejores amigas salió un jueves con un pibe que era médico. La pasó tan bien, que al día siguiente se inspiró -con la ayuda de una noche de boliche y alcohol de por medio- y se le ocurrió caerle de sorpresa a la guardia. Claro que no iba a caer ella sola, así que se nos ocurrió pedirle a mi hermana que fingiera apendicitis. Sí, la misma hermana que contrató maquilladora al divino botón, se puso el equipo al hombro y escuchó atentamente a mi amiga, también médica, mientras le explicaba qué síntomas debía relatar.
Lentejuelas, brillos, humo de boliche y cigarrillo impregnado (léase, look de
soltera de viernes por la noche), caímos a la guardia pidiendo por el médico a los gritos. Si vieran la cara del pobrecito, que se levantó aterrado a las 6 de la mañana porque creyó que a mi amiga le había pasado algo...
“Me duele la apendicitis”, se quejó mi hermana. Haciendo oídos sordos al
sacrilegio de los términos, el médico palpó por acá y por allá, mientras mi amiga se
tentaba de risa y mi hermana, tan buena actriz, ya se había creído que la apendicitis
era real; salvo cuando las preguntas del médico se escapaban del guión pautado y,
nerviosa, no era capaz de responder. Hasta ecografía le hicieron a la "enferma", pero la
cosa no fue tan cómica cuando el médico propuso, resignado, “habrá que hacerle un
análisis de sangre, porque no aparece nada”.
Fóbica a las agujas, mi hermana le suplicó con la mirada a mi amiga que frenara
la situación. Pero en vez de deschavarse, la muy guachita propuso “quizás es un gas
atravesado”, se fueron a su casa y terminaron con el show.
Lamento anunciar que todas estas heroínas fracasaron. Ni uno de los candidatos
se sintió halagado por nuestros esfuerzos, sino que más bien parecen haber huido
despavoridos. Podríamos animarnos a llegar a una conclusión: sí, lo que intuías, no hay que forzar situaciones, a los hombres no les gusta sentirse perseguidos y creánme que la desesperación se huele a kilómetros.
Sin embargo, hay excepciones. Casos únicos. Historias jugosas en las cuales la
mujer compra una entrada para ir sola al recital de Los Piojos porque sabe que
va a estar su chico; se encuentran, se besan bajo la luna y tienen tres hijos y un
Labrador. Leyendas urbanas, quizás, en las que salimos triunfantes y concretamos la
odisea de conquistar y no ser conquistadas (¿podríamos decir que mi historia con el Negro cae en la categoría de excepción?).
Escuchar historias como esta es un peligro, porque pueden crearnos falsas
esperanzas. Pero si no nos ilusionamos y tenemos en claro que lo más probable es que nuestros trucos no funcionen, mi consejo es: animate. ¿Quién sabe? Si el flaco es piola, quizás ve más allá de nuestra locura y se deja enamorar.
Y en el peor de los casos, creo que es de estas anécdotas que nos vamos a acordar cuando seamos más grandes, mucho más que del bodrio que nos llevó a tomar un daiquiri a Milion o Mai Mai. Porque, y ya lo dijo Huidobro, "si yo no hiciera al menos una locura por año, me volvería loco...".
Ilustración @paula.bordachar